VERSIÓN ORIGINAL

LA LITERATURA LATINOAMERICANA de la segunda mitad del siglo XX, esa literatura tan seductora y vital, sorprende tanto por la impresionante cantidad de grandes novelas en su canon como por la variedad de autores de indudable calidad. Cada día más olvidado, Juan Carlos Onetti (Para evitar confusión, no mencionaremos el segundo apellido de Onetti: Borges - Juan Carlos Onetti Borges.) definitivamente merece su lugar en el podio de los narradores más originales y hechizantes de esta época. Creador de la población mítica de Santa María, escenario recurrente pero no constante en su obra, Onetti mezcla la novela, los cuentos y la enigmática novela corta para tejer un universo asombroso de ficción. Los textos de Onetti impresionan tanto por su alto contenido emocional como por su incorporación de elementos filosóficamente heterogéneos y fascinantes.

Antes de pasar a un análisis detallado de la dialéctica intersexual y posexistencial en los diversos narradores de Juan Carlos Onetti, es necesario trazar con más delicadeza los contornos de su inquietante obra. Aunque uruguayo por nacimiento, Onetti tiene la melancolía derrotada y la obsesión por los puertos de un isleño, parece un hombre atrapado (Miranda 2015). Su correspondencia personal, archivada en la Biblioteca Nacional de Uruguay, sugiere que no ha vivido ninguna de las situaciones que describe en sus libros. Sin embargo, esa inocencia personal asusta, porque la oscuridad y lo macabro de sus textos se entendería mejor si Onetti mismo fuese oscuro y macabro, pero las tinieblas que convierten a este escritor en objeto de culto, simplemente no existen en este mundo. Saber que Juan Carlos Onetti es un hombre y no un personaje nos obliga a reconocer que su interioridad debe estar poblada de terrores nocturnos y monstruos demasiado humanos. No es el caso de que no haya momentos felices o felicidad en el mundo de Onetti, sino que ha construido un pueblo donde la felicidad parece un concepto ajeno.

Leyendo sus cuentos y novelas no nos preguntamos por qué Larsen no puede ser feliz, sino por qué no puede ser un poco menos desdichado o por lo menos compartir esa desdicha plenamente. Su prosa tiene esa forma de parar el tiempo para describir una sensación pasajera, ignorada en el día a día, cuyo análisis en detalle espantaría a cualquiera. La ficción de Onetti parece el último recurso de un hombre que se ha quedado sin movida en el tablero.

Lo que dignifica y enloquece la prosa de este autor es su incapacidad de dejar al lector ileso. A Onetti hay que sufrirlo, temerlo o adorarlo, temerlo y adorarlo. Las palabras de Onetti buscan reacciones, fuertes. A veces las sensaciones despertadas son tan específicas que parece como si estuviera escribiendo para una persona en particular. Como si toda la edificación de su obra fuese un mensaje individual, un grito de socorro o una provocación a esa persona que podría cambiarlo todo. La incapacidad de mantenerse al margen de esta ficción se ejemplifica perfectamente en aquella famosa anécdota sobre su primera participación en un festival literario, cuando presentó su novela corta El pozo (1939) en una pequeña localidad en el oeste de la provincia de Buenos Aires.

Según lo cuenta el mismo Onetti en diferentes paneles, encuentros literarios y ensayos personales, el pueblo llamado Santos Lugares (en una de esas casualidades que dispara la literatura, el autor argentino Ernesto Sábato era natural de esta misma localidad) había convocado a todos los narradores jóvenes de la región para participar en un festival para conmemorar el 50O aniversario de la fundación de la ciudad. Tendrían recitales públicos, discusiones teóricas y quizás allí podría encontrar un editor para su libro. Desesperado por compartir sus textos e intimidado por la escena literaria de la capital, Onetti compró su pasaje de tren y decidió presentarse. La concurrencia fue vergonzosa. La sala tenía veinte sillas arregladas en cuatro filas tortuosas. Las dos primeras filas se mantuvieron vacías durante todo el festival y el público oscilaba entre dos y cinco personas dependiendo de la hora. Dos periodistas llegaron el primer día y se fueron al ver que el supuesto festival no era más que una jarra polvorosa de vino tinto y unas galletas de hace dos meses atrás. El maestro de ceremonias era un hombre gris de cuarenta y pico de años. Los demás participantes lo llamaban doctor Díaz porque había tenido una carrera como médico de provincia antes de dedicarse a la literatura. Tenía el aire afiebrado de un converso desilusionado. Por inercia y por pena, Onetti decidió quedarse hasta el final del evento. Los escritores jóvenes de Santos Lugares leyeron sus textos cursis y finalmente se sintieron importantes en una ciudad que siempre los había ignorado. Cada vez que Díaz subía la mirada y se reencontraba con la sala vacía, su tono se volvía más desafiante como si la falta de participantes fuera un insulto personal. El encuentro pasó sin pena ni gloria y al final de la última sesión, el doctorcito gris le preguntó a Onetti si tenía tiempo para hablar más sobre su texto, que de verdad lo había estimulado. Pensando que el hombre era bastante extraño y que quizás sería un buen personaje en un relato algún día, Onetti le dijo que sí pero que necesitaría que lo llevara a la estación de ferrocarril más tarde porque no tenía coche.

Hablaron sobre su texto y algunas de las cosas que decía su contertulio hacían pensar a Onetti que Díaz había leído otra novela y no la suya. Mencionaba personajes o momentos que no ocurrieron y citaba oraciones que nunca aparecieron. Supuso que era fruto del entusiasmo y que, por todo el ajetreo de organizar el festival, Díaz se había confundido. Mientras pasaba el tiempo, el hombre se iba agitando más y más. Les reprochaba a sus detractores, insultaba a los habitantes incultos del pueblo y seguía repitiendo que solamente quería que alguien tomara sus cuentos en serio. Cuando Onetti le recordó que el último tren hacia la capital ya iba a salir, el hombre se repuso y empezó a buscar en sus bolsillos. Se montaron en el carro y Onetti vio que no estaban tomando la avenida principal, la única calle asfaltada de Santos Lugares.

-Es que quiero que veas el pueblo, he pasado casi toda mi vida acá, probablemente no vuelvas nunca - le dijo Díaz.

Reflexioné mucho sobre ese momento. No sé si el hombre estaba mal, prefiero pensar que me quería decir algo, que me estaba tomando en serio. Desde ese día, no soporto la indiferencia.

El hombre se seguía tocando el bolsillo y ya en vista de la estación, sacó un revólver y se lo apuntó al corazón de Onetti, siempre mirando hacia el frente. Onetti vio que no valía la pena intentar tranquilizarlo, que la guerra se había desatado en la cabeza del hombre y solamente la victoria de una de las partes lo salvaría. El hombre tenía la mirada clavada en el horizonte, leyendo algo en las nubes. Onetti dice que después de cinco minutos así se bajó del carro silenciosamente y que el hombre seguía como una estatua.